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La sinagoga de los iconoclastas, Rodolfo Wilcock (Anagrama, 2010)





Los 36 capítulos que componen este libro son un desfile de retratos imposibles que suenan algo verosímiles. Absurdos personajes terriblemente singulares, empeñados en llevar adelante ideas, proyectos y sueños hasta sus últimas consecuencias, siempre amparados en cierto método y seriedad científica (o por lo menos, convencidos de eso).

Cada uno de esos retratos condensa la amalgama perfecta de cinismo, fatalidad y humor. Plagado de momentos hilarantes, esta colección de héroes del absurdo consagrados a singulares causas y fines, escapan todo el tiempo del deber ser y lo políticamente correcto. Hace tiempo que un libro no me hacía reír tanto, reír de verdad, a carcajada limpia.

Entre estos predicadores del absurdo encontramos un telépata que causa una crisis en un congreso de científicos, un utopista que en busca de la felicidad plena propone la vuelta a la época isabelina con una pequeña ayudita de Hitler, el creador de una máquina que demostró infaliblemente la existencia de Dios; el autor del primer diccionario novelado donde cada definición es aplicada a la trama del relato, los integrantes de la fundación para la búsqueda de la gravedad con el único fin de anularla, un director teatral que se creía conejo y termina devorado por un león, un relojero que fabricó el Filósofo Universal, máquina de engranajes rudimentarios pero capaz de elaborar aforismos filosóficos y morales ilustres, que dicen hizo temblar al mismísimo Narosky.

En algo que parece ser la última broma que el tipo nos jugó, encontrar los libros de Wilcock no es tarea fácil, suele estar confusamente en narrativa argentina o en extranjera, tal vez debido a que nacido en Buenos Aires emigró a Italia donde escribió y publicó la mayor parte de su obra. 

Lo único en contra es su desmesurado precio, 140pe. Y aquí no se entiende (o sí, pero eso es parte de otra discusión) como las editoriales independientes pueden sostener catálogos con precios mucho más amigables, accesibles y razonables que las grandes empresas del mundillo editor.

Para leer entre el oficinista y la secretaría ejecutiva en plena vuelta a casa a las seis de la tarde en la línea A, o después de empacharnos con algún capítulo de los Phytons, mientras suena este tema.