Pululan por estos días las despidas a la gran Chavela. Circulan por la web entrañables textos de sus amigos. Les dejo mi preferido, el de la Lemebel.
Las trenzas de Macorina, Pedro Lemebel.
Me lo contaron, lo supe de oídas, pero nunca tuve la certeza
del cuento. Del origen poco me acuerdo, pero la última versión me la contó una
loca que mas que confirmar el asunto, lo estalló en la fabula delirante de la
crónica oral donde todo puede ser, donde es posible el “dicen dijeron”. Y la
historia es demasiado bella para aplicarle la veracidad objetiva de la
investigación periodística. Por eso dejo fluir en estas letras la escritura del
hecho donde la protagonista es Chavela Vargas, la gran voz del cancionero
latinoamericano, la mujer que nació en Costa Rica pero ha hecho su vida en
México y ronda los 80 años, pero sigue eterna bolereando la trizadura lésbica
de su canto.
Chavela Vargas, toda una institución del México cultural,
una artista que le dio al mundo lesbiano el himno de “La Macorina”, una canción
que pareciera invertir la palabra maricona. “Ponme la mano aquí macorina, ponme
la mano aquí”. Que hermosa forma de poetizar el amor entre mujeres.
Hace algún tiempo, Chavela dio un recital en Buenos Aires y
la presentó Pedro Almodóvar, entonces muchos pensamos que teniéndola tan cerca
era posible que cruzara la cordillera y se presentara en Chile, pero no pudo
ser. El motivo no lo tengo claro, pero tal vez atestigua el mito de su única
visita a este país en los años sesenta.
Por entonces Chavela era una mujer de mediana edad que lucía
como su mayor tesoro dos trenzas oscuras, tan negras y tan indias como sus
altivos ojos. También Santiago era otro en el despelote noctámbulo de la
bohemia local. Y era habitual asistir a los espectáculos revisteriles que
mostraba el teatro Bim Bam Bum, donde las vedettes exhibían su cutis maquillado
de rubor.
Según corre el chisme, Chavela vino a cantar en esta sala
cuando apenas era conocida por estos suelos sudamericanos. Llegó con su
guitarra apretada bajo el brazo, como si llevara una compañera curvilínea y
musical. Y así, con su potente voz, levemente enronquecida por unas copas, ella
desplegó el pentagrama emotivo de su repertorio. Los aplausos reiterados sacaban
más y más canciones que el público escuchaba conmovido. Pero cuando canto
“Mundo raro”, el silencio de la sala era una concha de cristal a punto de
quebrarse. Todos siguiendo con el alma la letra de la canción. “Y si quieres
saber de mi pasado”. Todos murmurando bajito. “Les diré que llegue de un mundo
raro”. Todos cantando a corazón desnudo. “Que no sé del dolor, que triunfé en
el amor y que nunca he llorado” La ovación fue estruendosa y cuando Chavela
salía del escenario, amortiguada por la felpa del cortinaje, escuchó una voz
que le dice: Yo no he triunfado en el amor. Y allí, en la sombra de las
bambalinas, envuelta en un capullo de plumas verde espanto, vió los bellos ojos
de una vedette que tímida se atrevía a enfrentarla. Es solo una canción, yo tampoco
he triunfado en el amor, le contestó Chavela con fracaso y ternura.
Y de ahí fueron noches y amaneceres que pasó la cantante
embriagada de “ese olor a mujer”. Sus días en Santiago se desgranaron en copas
y mas copas de tinto vino que amorataba el resuello morocho de sus labios.
Hasta el alba cantándole al oído a la bailarina que se dejaba querer sin hacer
ningún esfuerzo por corresponderla. Con ese enamorado ardor, la vedette se
abanicaba, más bien dejaba que la cantante se pasara películas, y muy de vez en
cuando le devolvía la pasión lésbica mirándola gatunamente. Pero en tal errado
amor el tiempo paso rápido, y llegó la hora en que Chavela debía partir. Y en
el minuto del adiós, en ese andén en que el corazón está a punto de ser
derramado en todas sus letras, todo se entrega, todo se ofrece, como si la vida
colgara del abismo mezquino de unos segundos.
¿Qué quieres que te deje de recuerdo?, le preguntó Chavela a
la vedette con la voz temblando como flama. Si quieres te dejo mi sarape. Si
quieres te dejo mi libro de cabecera o mi guitarra que me acompaña desde
siempre. No me interesa nada de eso, dijo la mujer displicente, con una chispa
perversa en el fondo de sus pupilas. En realidad casi nada, agregó después
acariciando las trenzas que bajaban por la espalda de Chavela como serpientes
de ébano. Si quieres mi pelo…te lo dejo, musitó la cantante con serena
tristeza.
Y cuando Chavela se dio el tijeretazo, sus trenzas vivas
gotearon la negra hemorragia del equivocado amor. Luego se fue, sin una
caricia, sin un beso, caminando tranquila, serena, sin volver la cabeza,
queriendo huir lejos de esta tierra que le arrebató sus trenzas indias con los
dedos afranelados de la traición.