Cuando uno llega
a ese momento, sabe de repente que, impotente para acrecentar la fiebre de lo
que está viviendo, o incluso incapaz de perpetuarla, esa fiebre va a morir. Uno
llora de antemano, bruscamente, para sus adentros, en una esquina de la calle, deprisa
y corriendo, atemorizado por la posibilidad de atraer la desgracia sobre sí,
pero también por profilaxia, con la esperanza de despistar o retrasar al
destino.
Sólo amamos una
vez. Y no somos conscientes de la única vez que amamos, porque la estamos
descubriendo.
Descubrir y reconocer no determinan regímenes semejantes. Descubrir y
reconocer son como nacer y envejecer. A partir de ese instante de máxima altura
que imagino como el desbordamiento de un río (como levantarse de la cama), todo
lo que está a punto de ocurrir ya no desvela nada, pero lo recuerda todo.
Reconocer es un régimen tan terrible pero aún más fascinado de lo que
puede llegar a serlo el fulgor del flechazo, y todavía más despótico.
Pasar de la pasión al amor es una ordalía.
Es una peligrosa travesía, porque la elección a la que nos expone es radical:
ora azarosa, ora mortal.
Aprender era un placer intenso. Aprender equivalía a nacer. Se tenga la
edad que se tenga, el cuerpo experimenta entonces una especie de expansión.
De repente la sangre fluye mejor en el cerebro, detrás de los ojos, en
las yemas de los dedos, en la parte superior del torso, en la parte baja del
vientre, en todas partes.
El universo se dilata: de pronto se abre una puerta donde no había
puerta alguna y el cuerpo se abre con esa misma puerta.
El cuerpo antiguo se convierte en otro cuerpo. Un país desconocido se
extiende o avanza a toda velocidad y crecemos con lo que crece. Todo lo
conocido cobra un nuevo sentido, atrae una nueva luz, y todo lo que hemos
abandonado regresa de repente a la nueva tierra con un nuevo relieve todavía
inexpresable, porque no era posible preverlo.
Desafíos que no conciernen a nadie se descubren de pronto en el azar de
una consecuencia que no habíamos buscado. Eso es aprender. Caen las barreras y,
al caer, desaparecen las distancias. Eso es aprender. La oscuridad del bosque
se desvanece. Aumenta el recorrido del viaje.
No hay que enseñar a quien no tiene alegría de aprender.
Apasionarse por lo que es otro, amar, aprender, es lo mismo.
Negándonos a
explicarnos, tal vez evitábamos caer en las redes que despliega el lenguaje, en
sus reglas de juego codificadas, pueriles, escolares, agonísticas, retóricas,
autoritarias, demostrativas. Así nos libraríamos de la trampa donde la relación
de fuerzas de los saberes y la guerra de posición de las edades prevalecían,
imperceptiblemente, sobre la transmisión de la emoción.
Yo tenía miedo de reunirme con la mujer que amaba. Todos los hombres
desean ese miedo.
Su deseo es su miedo.
¿Qué lazo existe entre los seres que hablan? Sólo la nada, el sentido,
la esperanza semántica, la melancolía.
¿ Qué lazo hay entre los seres vivos sexuados, que nacen y mueren, que
se renuevan mediante la muerte personal y a través de una escena que no es
visible para ellos? Ni la palabra sola, que los convertiría en fantasmas, ni la
muerte sola, que los convertiría en cadáveres, ni el goce masculino del
apareamiento, que los convertiría en animales.
Queda el amor. Eso es el amor: ese resto indecible que no puede
mostrarse. De ahí vienen los dos tabúes del lenguaje y de la luz.
Indecible: el lenguaje está prohibido.
Que no puede mostrarse: lo visible es tabú.