Cuando me decidí a escribir sobre este libro, caí
en la cuenta que no son muchos los libros que leí sobre velorios, y menos uno
donde lo que se vela es una casa. Recordé los patios con macetas y música de
radio donde sucedían los velorios de Cortázar, y pensé que si Celorio leyó ese texto,
optó por no seguir ninguno de los rituales que ahí se mencionan.
Después de 17 años, la dueña de la casa donde vive Celorio decide rescindir
el contrato de alquiler. El debe abandonar en pocos días la casa en la pensaba
vivir hasta el momento de su muerte, donde le gustaría que sus hijos velaran su
cuerpo. En vez de eso, se anticipa al luto, y vela la muerte de su casa. Los
preparativos para la mudanza marcan el inicio del duelo, y al mismo tiempo
el comienzo de la escritura de este
maravilloso libro.
Cada rincón de la casa es detalladamente descripto y adjetivado de una forma cálida y
exquisita, incluso los rincones más oscuros cobran luz, uno tiene la sensación
que puede entrar a esa casa con los ojos cerrados y reconocerlo todo, hasta los
colores y aromas que la contienen. Logra que tengamos una familiaridad con ese
espacio, con la cotidianeidad allí desplegada y con los pequeños ritos del
hacer diario. Las imágenes de la casa quedan instaladas en nuestros sentidos
como fotografías, a punto de salirse del marco.
El recorrido por sus ambientes es la excusa para
narrar algo de lo que allí fue vivido y, sobre todo, aquello que ya no podrá
ser, conjugando con una emotiva intensidad su amor hacia la casa, las personas
que la habitaron y las historias que allí se sucedieron. Del mismo modo nos
guía por barrio, y a modo de sociología urbana, traza un contorno de sus
personajes y costumbres.
Uno de los capítulos más hermosos es un recorrido por los libros de
su biblioteca, que sirve como pretexto para despuntar algo así como la historia
de los libros en su familia.
Libro ideal para aquellos que hacen de su casa un mundo, para leer
al final del día, tendidos en nuestro rincón favorito mientras escuchamos este
tema.